Reino de papel- Victoria Resco

Toda la vida había sabido una cosa: cuanto antes saliera de esa casa, mejor. A los diez años colgué un papel en mi corcho; «8 años, seis meses», decía éste. A los once decidí que quería ser el mejor promedio. Lo fui. A los doce aprendí que no llorar era la mejor manera de fingir que no dolía. A veces, hasta lograba convencerme a mí misma. A los trece empecé a agendar todo, segura de que era la mejor manera de prevenir cualquier inconveniente. A los catorce me aseguré de que nadie nunca fuera a pasarme por encima. A los quince le di mi primer beso al chico más lindo del colegio. Era dos años mayor, y me encargué de incluir eso cuando esparcí el rumor. A los dieciséis aprendí de mi propio padre el mejor truco para no pensar: trabajar. O, en mi caso, estudiar. Dejé de dormir. A los diecisiete vi por primera vez a mis amigas golpear a alguien. Me convencí de que había sido solo un empujón y de que servía para hacernos respetar. Esa semana estudié más que nunca. A los dieciocho debería haber tenido un excelente año de cierre. Debería haber estado entre los mejores tres promedios, obtenido una beca, haber decidido qué quería y dónde quería estudiar y encaminarme a mis bellos diecinueve en un baile ligero y feliz. En cambio, la mayoría de edad me recibió sin dar señales del brillante futuro que tan meticulosamente había planeado. Para compensar – y nótese la ironía – me presentó un gato pardo, gordo y gruñón y un chico de ojos avellana, una pelirroja llorando y una verdad que me había negado a ver, una mentirosa en mi familia y una pista de skate.